jueves, 8 de abril de 2010

Mereció la pena (III)


Mara y yo cogidos de la mano. Mara y yo besándonos. Mara diciéndome al oído “Te quiero”. Mara sonriendo con su boca enorme. Mara tocándome, el brazo, la espalda, abajo, más abajo. Mara. Mara. Mara. Todo eso, sólo en mi cabeza mientras yo miraba la televisión y desayunaba copos de avena, leche, café, un huevo escalfado. Podría haber estado comiendo papel o cartón, habría dado lo mismo: mis mandíbulas como un resorte mecánico, el pensamiento evadido. Y todos lo días eran así, lo recuerdo. Mi cerebro trabajaba incansable, torturándome con situaciones deliciosas.

Esa mañana Thomas estaba esperándome en la puerta de casa, sentado en la cabina de la camioneta de su padre y fumando un cigarrillo. Aquello me extrañó mucho. Thomas no solía coger aquella camioneta, una Chevy Pick-Up de 1953 destartalada, con la pintura oxidada y un penetrante olor a cerveza y a vómito reseco que emanaba de los asientos y del suelo y lo impregnaba todo. Me hizo un gesto con la cabeza.

-¡Sube! –gritó-. Tengo algo para ti. Bueno -rió-, para nosotros...

-¿Qué?

-Ya sabes –dijo, clavándome una mirada inquisitoria-. Eso.

Tardé unos segundos en entender. Pero de repente ¡bang! recordé que Thomas me había dicho que conocía a un tipo, un tal Skeet, un negro destinado en Da-Nang que vivía ahora en la base aérea de Tinker, a sólo cinco kilómetros de nuestra bienamada y maloliente ciudad de Oklahoma. Al parecer el negro había perdido un ojo en la selva, cuando la metralla casi le vuela la cabeza. Estaba en Tinker recuperándose y bueno, sabía dónde conseguir buena mercancía. Vendía de todo, desde maría a heroína y hasta otras cosas si le convencías, y la marihuana estaba traída directamente desde Camboya vía Fuerza Aérea de los Estados Unidos. Sólo diez dólares la lata y olvídate de todo, sólo pon a Janis o a Hendrix o un poco de jazz o lo que sea y fuma y fuma, eso es lo que solía decir Skeet.

Thomas arrancó el coche. No fuimos al instituto. Cogimos la interestatal 66 y pusimos rumbo al campo de Johnston y tras los árboles y entre la chatarra fumamos aquella hierba traída de la guerra. El humo era azulado y espeso. Nunca una marihuana ha vuelto a sentarme tan bien tan fuerte tan completa como la que traía Skeet. Skeet murió en 1970 en una emboscada en Bihn Thuan; pero en la camioneta Thomas y yo fumábamos, y no conocíamos la muerte ni la guerra y en la radio sonaba Shaman´s Blues. Todo estaba bien. Thomas, Mara, la hierba y yo. El mundo entero es tu salvador, ¿se podría pedir más?

2 comentarios:

  1. La camioneta de la felicidad.
    Al menos por unas horas.

    Saludos.

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  2. A veces nos evadimos por unas horas, pero alcanza realmente?
    Me lo pregunto muchas veces, creo que hallar lo que realmente nos hace bien de una manera sana es dificil, pero no imposible, buscar el por qué, el donde, el con quién?
    Besos de esta fulana.
    Me gustó el relato, y te leeran si te haces ver como todo.
    Tus textos valen la pena, pero las pesonas no llegan solas a tu blog ok?

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