martes, 6 de abril de 2010

Mereció la pena (II)

Lo que me traía de cabeza, concretamente, era una chica de mi clase. Se llamaba Mara y era toda una belleza sureña, rubia, alta, de tetas grandes y estrecha cintura y con una sonrisa blanca, perfecta, gigante: una boca total. Era, además, virginal, en el más propio sentido de la palabra. Por las noches, me descubría a mi mismo viendo la tele sin ver y pensando en ella. Por las mañanas, clavado en mi pupitre, jugaba a imaginármela. Sin atreverme a mirarla, eso sí. Como mucho forzaba el rabillo del ojo intentando no mover la pupila hasta que notaba un dolor punzante en la sien. Y así se me iban las horas, las clases, sin aprender nada y con la mente en blanco pero rebosando una tensión agotadora y estéril. Durante el recreo y en la hora del almuerzo Mara estaba lejos, muy lejos, hablando con sus amigas y riéndose; y de vez en cuando incluso una de sus sonrisas enormes parecía dirigida a mí. Este hecho me colmaba de felicidad, una felicidad espesa y densa como una borrachera profunda que al poco se transformaba en tristeza, impotencia y autodestrucción. Así pasaban mis días.

En noviembre vino mi hermano a visitarnos. Todavía recuerdo a Ted con sus gafas gruesas de concha y su barba cerrada y negra, con sus palabras en contra de la guerra de Vietnam, sus portazos, sus papeles. Ted estudiaba periodismo en la universidad de Chicago desde hacía dos años; para mí era un héroe, para el cabrón de mi padre era “un jodido rojo de mierda”. Cuando llegó a casa le abracé. Besó a mi madre, miró con dureza a mi padre, y exclamó:

-Bueno, voy a ducharme. Terry –me dijo-, sube mis cosas arriba, anda.

Así que cogí su carpeta y su maleta y subí las escaleras con paso atropellado, dejé sus cosas encima de mi cama y entonces, entonces, uno de sus cuadernos captó mi atención. Había en él un curioso dibujo, un boceto apenas: un arcoíris de tres líneas atravesado por una flecha quebrada. Intenté no hacerlo –me dije que aquello estaba mal- pero alargué mi mano y abrí aquel cuaderno usado y una sencilla hoja mecanografiada cayó al suelo.

Nunca he podido olvidar ni una palabra de lo que había allí escrito, porque esas palabras más tarde se convirtieron en muchas otras cosas. Y esas palabras las escribió mi hermano en 1969. Esto era lo que decía el texto:

Cogeremos la guerra y se la haremos tragar. Le meteremos a esa panda de fascistas la guerra por la garganta. Y así les enseñaremos que nosotros, la gente, somos mucho mejores que ellos. Tanto táctica como estratégicamente. Contra la agresión fascista que el imperialismo estadounidense ha perpetrado en Vietnam, traeremos la guerra a casa. “Convertir la guerra imperialista en una guerra civil”, en palabras de Lenin. Y vamos a patearles el culo.

Al final del texto había una firma: The Weathermen. Los hombres del tiempo. Sentí un escalofrío y guardé aquella octavilla de nuevo en su sitio. Entonces oí claramente a Ted cantando desde la ducha con voz desafinada una canción de Bob Dylan. “No necesitas un hombre del tiempo –cantaba- para saber en qué dirección sopla el viento”. No sé qué fue exactamente lo que sentí en aquel momento, pero el estómago me daba vueltas de campana.

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