lunes, 19 de julio de 2010

Las colinas de Buda

Publico aquí una pequeña joya literaria, cortesía de mi gran amigo y compañero Gerardo Santana. Este relato tiene un amargo regusto húngaro y una nostalgia profunda que a mí, personalmente, me encanta. Disfrutadlo.

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Las Colinas de Buda
por Gerardo Santana

Cuando te fuiste y cerraste la puerta, allá dentro sólo quedó la soledad. La soledad y cascos vacíos, y vasos, y tazas, y cubiertos, y una cafetera de ingeniería soviética. Y camas, y sillas, y una vista de Pest y de Buda, y alguna cosa más que siempre será mía sin haberlo sido nunca.

Encendí un pitillo, abrí la ventana junto a la cama deshecha. En esos momentos en que hay tanto que pensar uno al final no piensa nada, simplemente mira, gira la cabeza, se refugia bajo la techumbre de algún pensamiento irrelevante, miedoso de que le aplaste alguno de los monstruos gigantes que pasan por allí.

Miré de nuevo. Ahí seguía todo, el patio, la galería del bloque de enfrente, el horrible edificio de oficinas, la cúpula de San Esteban, la estatua del monte Gellert asomando sobre los tejados. Estaban allí como habían estado el día anterior, cuando aún estabas tú, y como estarían al día siguiente, después de que yo también me hubiera marchado. La ciudad permanecía completamente indiferente a mí, indiferente a todos a los que el azar,y al fin y al cabo nada más, nos había llevado allí. Al fondo seguían también las colinas de Buda, el punto más alto de la ciudad. Contaban que desde allí las vistas abarcaban las dos orillas del Danubio y parte de la llanura circundante. Contaban que a aquel lugar sólo se podía llegar en un tren conducido por niños que aún jugaban a vivir, como el niño que había sido yo mucho antes de todo.

Sentí cierta vergüenza por no haber estado allí. Un cierto impulso me llevó a pensar en tomar el tranvía a Moskva tér y conocer el único lugar donde no había estado de los muchos que señalaban las guías. Pronto decidí que no, que permanecería en casa aquella última mañana. Me senté en la cama, encendí el ordenador y escuché viejas canciones de Silvio Rodríguez.

Soy un compulsivo consumidor de kilómetros, miembro de esa fugaz generación a la que los precios del petróleo han permitido viajar a todas partes, a países que no salían en los mapas que estudiaron nuestros padres. Por ello sé que hay lugares que son mejores cuando no se ha estado nunca, que hay mucho que perder cuando se rompe esa ensoñación, esa ilusa mentira con que los hombres han imaginado los lugares desde antiguo.

Un sucio ruido a borbotones salió de la cafetera de ingeniería soviética. Me serví otro café, me fumé otro cigarro, volví a evadir pensamientos mientras sonaba “A dónde van”. Pensé de nuevo en las colinas de Buda, ese sitio de ahí enfrente adonde había que llegar en un tren conducido por niños, ese lugar donde no podían existir las hipotecas ni la crisis, donde no había que terminar la carrera ni buscar trabajo, donde no cabían actos inexplicables que tratar de entender ni puñaladas en el alma de las que sobreponerse. Un lugar que no estaba ni dentro ni fuera de la ciudad, sino simplemente encima, desde el que se veían las fábricas de Újpest, la decadencia austrohúngara de la calle Andrássy, los bloques de hormigón de Köbánya, la burguesía unifamiliar de Buda, los turistas japoneses cruzando el Lánchíd. Ese lugar que se veía desde mi ventana y desde el que mi ventana se vería también, ese ojo de un dios pagano que miraba sin juzgar las esquinas más felices de mi vida.

Me imaginé por un momento allí, enfocando la vista para divisar el feo edificio de hormigón donde vivía, entre aquellas calles del distrito VII que me habían visto perderme entre el frío desgarrador y la nieve de los martes de enero bajo la oscuridad de las farolas tenues. Me figuré en aquellas colinas girando la vista para buscar uno a uno los lugares de aquella ciudad que me habían hecho feliz sin saberlo. Allí estaban todos, estaba el Szabadság híd en el que me detuve para mirar el Danubio cada mañana que fui a la Universidad, estaba el parque junto al Gödör en Deák tér, estaban los monumentos que sólo visité cuando amigos venidos de mi vida madrileña aterrizaron para sacarme de mi letargo, estaban tantos otros lugares anónimos, callejuelas, patios, tiendas, tugurios, cuyo conjunto formaba la materia prima de la ciudad que amé.

Me vi allí, encaramado sobre aquel cielo húngaro, buscando entre las llanuras los raíles de los trenes que tomé, escudriñando a ver si, desde aquel lugar tan alto, alcanzaba a ver aquellas poblaciones húngaras donde los carteles no estaban en inglés ni había consultorías de PricewaterhouseCoopers. Me imaginé siguiendo el cauce del Danubio, forzando la vista, entornando los ojos, tratando de divisar a lo lejos, allá donde todo estaba borroso, el lugar donde aquella llanura empezaba a hablar otras lenguas, la orgullosa urbe de Belgrado, el punto donde el territorio empezaba a empinarse formando los Cárpatos, Chisinau, Kiev, Minsk, Yereván, todo lo que había en ese trozo de trozo del mundo donde aún quedaban cosas ajenas a eso que hombres con traje llaman progreso.

Fui a la cocina a vaciar el cenicero. Abrí la nevera, había dos dientes de ajo, medio limón, un bote de ketchup y un yogur caducado. Bajé a comer algo en un restaurante del barrio, uno desconocido donde no había estado nunca. El camarero del bar de abajo me invitó a una Dreher de despedida. Creo que me acosté pronto.

No, no subí a las colinas de Buda, nunca he estado allí. Sin embargo, desde ese día estoy seguro de que ese lugar es exactamente como yo lo imagino, un mirador elevado sobre todos los rincones de mi vida. Por eso, aún muchos días al desayunar, me asomo a mi ventana, siempre orientada al este, y entorno los ojos, buscando ávidamente a lo lejos, entre las nubes, allá detrás del Mediterráneo, unas colinas altas y verdes sobresaliendo tras los Apeninos. Vaya, hoy tampoco las he visto... quizá mañana esté más despejado.


Gerardo Santana

miércoles, 7 de julio de 2010

Como un niño




Algo me preocupa.

Porque veo las imágenes
de lo que sucede en Atenas
y me siento alegre, como un niño.
Los trabajadores griegos
lanzan piedras
señales de tráfico
cócteles molotov
y golpean con gruesos palos a la policía.

Los helenos han dicho basta;
y yo me río y me regocijo,
casi nervioso de la excitación,
como un crío.

Incluso con tres muertos a cuestas.

Y me pregunto:
¿me convierte eso en una mala persona?

Y seguramente sí.