miércoles, 10 de febrero de 2010

Proyecto Buran ( III )

III


Subí a casa pronto, por segundo día consecutivo. No había bebido apenas, estaba sobrio y mi mente conservaba su agudeza. Una sensación que odio, sobre todo antes de irme a dormir: es más difícil conciliar el sueño. Además, no me podía quitar de la cabeza la sensación de que algo terrible y ridículo había ocurrido con los transbordadores Buran aquéllos, algo que era a la vez metáfora y moraleja de todo lo acontecido en Rusia durante el siglo veinte. Algo que podía también expresar el trasfondo último de mi vida. La palabra que me acosaba era malgastar. Echar a perder, perder mismamente. Joder, me sentía ligeramente identificado con los tipos que diseñaron los cacharros esos; se les fue a la mierda el tema, todo se lo llevó el viento, un viento sutil, tramposo: sin dejar rastro, el azar derribó sus proyectos de una forma cruel. Sin anestesia. Por supuesto, a mí no me había sucedido nunca nada comparable. Aunque en lo de perder sin motivo aparente y con una dosis extra de dolor, siempre fui un competidor destacado: sobre todo, en lo tocante a mi relación con las mujeres.
Como he dicho, no había bebido apenas y mi mente conservaba su agudeza. Me dio por pensar y con la estupidez esa del Proyecto Buran lo único que me venían a la cabeza era imágenes de la primera novia que tuve, una chica encantadora, encantadora, con un corazón grande pero a trozos negro como el carbón, negro, capaz de lo mejor y de lo peor. Toda la relación –bastante breve, por cierto- destilaba locura o adolescencia y eso fue precisamente lo que hace que hoy la recuerde. Me iba a ir a dormir pero decidí masturbarme, esta paja ha sido patrocinada por Fulanita de Tal, caballeros, brindemos a la salud de las ex-novias. Me hice una paja perezosa, un poco desvaída (como el recuerdo). Intenté acordarme sus tetas, sí, esas tetas no muy grandes pero llenas-llenas y arriba, arriba de adolescente y preciosas, con unos pezones pequeños y rosados. Y ella encima de mi, despacio, arriba y abajo, alante y atrás, alante y atrás, con unos gemidos cortos, breves, como lamentos minúsculos y animales. Durante el tiempo que estuve con ella aprendí casi todo lo que sé acerca de las mujeres (que no es mucho). Aprendí a protegerme, a practicar el arte de la impavidez. Ella solía decirme muchas cosas, muchas cosas muy bonitas y sinceras en un idioma nuestro, nuestro glíglico propio, que me niego a transcribir aquí. Yo solía preguntarme si de verdad la quería, o si de verdad ella me quería a mí. Es curioso. Siempre pensé que no, que aquello no era amor, Amor, El Amor. Claro que ninguno de los dos sabíamos nada. Hoy en día me doy cuenta: sí que la amé; la amé con toda la fuerza que es capaz de manifestar un chaval de diecisiete años, es decir, con una fuerza tremenda, ciclópea, una fuerza que por desgracia ya no tengo. Una fuerza que es producto de los diecisiete pero también de la vez primera y es una fuerza que jamás, jamás, digo, se vuelve a tener. Y a veces incluso siento los ojos que se inundan de lágrimas y me muerdo las uñas y pienso al final con una sonrisa gris que, después de todo, fue muy hermoso; y aún hoy conservo en el recuerdo sus ojos de pupilas inquietas y su boca y sus imperfecciones y comportamientos de mujer que aún no sabe casi nada de la vida, pero sabe lo más importante. Porque sabe amar.
Así que la respuesta es que sí la quise.
Me doy cuenta ahora.
Al final, claro, ella me dejó. Ninguno de los dos supimos cuidar la relación. Primero no me importó –me engañé-. Pero cuando besé a otra chica, cuando penetré a otras chicas, en los días, en los meses siguientes, me di cuenta de que había perdido algo. Le dediqué un poema desgarrador, el único de todos los que escribí que realmente me hacía sentir extraño, el que me anudaba la garganta, versos de luna y de arena mar y nombres restallantes y su nombre: cinco letras es tu nombre, cinco balas, pero en femenino, claro.
Y ya nunca más pude volver a escribir poesía. Algo se rompió dentro de mí, algo que ya de por sí era débil y quebradizo. Al principio no quise creerlo. Intenté delante del folio obligarme, vamos, escribe, haz algo. Pero nada. Las frases, los versos, se alargaban en una prosa lisa, descabezada, estéticamente inútil. Sentí pánico, no podía
no podía
creerlo
Pero así fue, y ya veis, de vez en cuando algo sale, pero es pequeño, una sombra nada más. Y eso que mis poemas me encantaban, me encantaban, eran mi alimento, mi sustento, versos a la mujer, a la Mujer, a la mujer-mujer, a la mujer-niña y también versos políticos, duros, versos acerados e intransigentes como un cóctel molotov que con un crash y con un fluosh se estrella contra una sucursal bancaria (arda el banquero). Versos militantes y versos de amor o lujuria.
Pero ya sólo manaba prosa de mis manos. Nada nunca ha vuelto a ser igual. Me estremezco.
Después tuve una mala época. Leí a Miller a Bukowsky a Kerouac a Mailer, todos seguidos y me envenené, me envenené el alma y el cuerpo y bebí más y más cada día. Estaba iluminado, lo estaba. Uno tras otro ellos me hicieron identificarme con sus escritos, con sus vidas vividas o no, con sus obsesiones grandes y pequeñas que coincidían a veces con las mías. Quería ser escritor, quería serlo con todas mis fuerzas porque anhelaba ser como ellos. Pero aún más quería ser un perdedor, no, con mayúscula, un Perdedor –también como ellos-. Y no escribía nada, nada, ni una línea porque algo se me había roto: las manos, las uñas o las cutículas o qué sé yo. Salía con mis amigos y me emborrachaba al menos tres veces por semana, con una borrachera pesada, nacida del vino y de la cerveza y del whisky, todo barato y de mala calidad y en un parque en la noche, una borrachera surgida del aire fresco de la calle, tambaleante y alegre en apariencia...
Interrumpí el hilo de mis pensamientos. Curiosas reflexiones para el momento que sigue a una paja nostálgica. Me fui a dormir. No había cenado.

1 comentario:

  1. No me entero de todo TODO pero igual... ME GUSTA leer lo que escribes, me hace pasar un rato agradable :-) Samabe*

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