lunes, 8 de febrero de 2010

Proyecto Buran ( II )

II

La reunión era crepuscular cuando llegúe. El parque, el parque de debajo de mi casa, ni grande ni pequeño, con césped y árboles, lleno de familias de sudamericanos, en fin, un lugar muy agradable, comenzaba a sumirse en la penumbra, rodeado de edificios y de sombras. Mi gente estaba –cómo no- en una mesa, bebiendo el sempiterno calimocho de los jueves. Nada va a cambiar, nada puede cambiar, cuando se es joven y se está con los colegas del Barrio, con los colegas del colegio y del instituto y está anocheciendo, y se bebe y se fuma y se habla y nada importa mucho, porque es jueves y el jueves es el día sagrado que antecede al viernes. El caso es que estaban todos encorvados sobre los bricks abiertos y los minis y el charco de agua del hielo derretido sobre la madera. Enrique gritaba algo acerca de los transbordadores espaciales soviéticos; Harold y Ernesto no le hacían mucho caso.

-Hola –dije-, los rusos no tienen transbordadores espaciales, hombre. No los han tenido nunca. Utilizan los Soyuz, los desechables. El cali, por favor.

-Bien –contestó Enrique, irritado- ya tenemos aquí al listo de los cojones. Claro que tienen transbordadores... Bueno, no los tienen: los tenían –hizo una pausa para beber, y emitió un sonido como de desagüe, un gorgoteo-, es decir, los soviéticos diseñaron un modelo de transbordador superior al Columbia, más moderno y todo eso, vamos, que podía volar solo, sin tripulación, porque tenía un ordenador de a bordo cojonudo, pero claro, la primera misión estaba programada para el año noventa y tres y claro, ya sabéis lo que pasó...

-Bueno –le interrumpí- pero si sólo los diseñaron, pues me das la razón, joder. Además, yo no sé qué hostias te pasa; para ti, los rusos lo hacían todo mejor que los yanquis, todo mejor, las armas mejor, lo cohetes mejor, la investigación mejor. Y luego van y pierden la guerra fría y encima se van a tomar por culo, ¿no?

-A ver –se subió las gafas, exasperado- a ver, coño, que no escuchas, es que no escuchas, hostia. No sólo los diseñaron, los construyeron, y no uno ni dos, sino tres, tres jodidos transbordadores espaciales –a Enrique le encantaba emplear la palabra jodidos, como si estuviéramos en una jodida película americana, en Pulp Fiction-, tres. Y uno de ellos voló hasta la órbita baja, para que veas.

-Y entonces, ¿dónde coño están ahora? ¿Por qué no los tienen ya?

-Esa es la mejor parte de la historia, la mejor. Es apasionante. Uno de los transbordadores fue expuesto en San Petersburgo, digo Leningrado, eso, Leningrado, y con el lío que se organizó en el noventa y uno nadie se acordó de él y allí se quedó. Cuando se dieron cuenta llevaba allí meses y estaba lleno de pintadas y de meados y destrozado. Qué vergüenza, un aparato como ése...

-Lamentablemente típico de los rusos –contesté con una mueca-. ¿Y los otros dos?

-Pues es casi mejor, lo de los otros dos. Los dejaron en un hangar en Kazajistán o Baikonur o algo así, no estoy seguro, y hacia el año noventa y siete más o menos el hangar se derrumbó por falta de mantenimiento. Quedaron destrozados. Grande, ¿eh?

-Muy grande –sonreí.

Bebimos sin hablar. Comencé a darle vueltas a la historia aquella de los soviéticos. Me di cuenta de que era la clásica idea de la que sabes que no te vas a poder desprender, esa clase de pensamiento obsesivo que va y vuelve, va y vuelve como el mar y como el mar puede ahogarte si no tienes cuidado, y te ahoga y te devora porque le das vueltas y vueltas sin parar.

-¿Cómo se llamaba el proyecto ése de los rusos? –dije, con voz queda.
Enrique me miró, intrigado.

-Proyecto Buran –contestó, y no habló más. Di un largo trago de calimocho. El rumbo de la conversación cambió a temas más mundanos, y todos hablaban y reían. Yo permanecí silencioso. Harold mencionó algo acerca de irnos de putas –no hablaba en serio, creo- pero a nadie le pareció una buena idea.

-Tenéis –dijo, encendiendo un cigarrillo con la colilla del anterior-, tenéis muchos prejuicios burgueses...

-No empieces con esas gilipolleces, Harold. No estamos en mil novecientos veinte, joder –le cortó Ernesto.

A Ernesto a veces le jodía que Harold se tomara tan a la ligera todo, que todo se la sudara. Para Ernesto temas como “los prejuicios burgueses” eran asuntos serios; pasados de moda y caducos, sí, pero serios. No se jugaba con ellos. Con el sexo, tampoco. No le gustaba bromear acerca de temas sexuales porque era virgen. Nunca había echado un polvo, y no parecía que la situación fuera a cambiar inmediatamente. Ernesto era feo y gordo, pero no era eso lo que hacía que su éxito con las mujeres fuera nulo; eso, la mayor parte de las veces, no importa demasiado. Su problema era que no respetaba a las mujeres, no las quería, y ellas se daban cuenta. Las odiaba porque nunca le habían hecho caso y siempre le habían malinterpretado e incluso un par de arpías en su adolescencia le hicieron mucho daño; nunca se recuperó. Ahora hacía pagar a todo el género femenino por aquello. Pero el único perjudicado era él. A pesar del enorme respeto que yo sentía por Ernesto, en la vertiente sexual me inspiraba lástima, una lástima profunda y detestable, como la que se siente cuando ves a un yonki o a un indigente en la calle y sientes lástima, pero esa lástima no es pura: está mezclada a medias con repulsión y a medias con odio hacia el responsable de la situación, el responsable último, sea quien sea. Los comunistas dicen que es responsable el rico capitalista; los liberales, que el culpable es el yonki. Un socialdemócrata dirá que todo es culpa de los cárteles de la droga, y el anarquista aprovechará para lanzar una incendiaria proclama contra el Estado. Y todos hablarán mientras el tipo sigue ahí tirado. La verdad, yo siempre me incliné por odiar al rico capitalista, aunque no sé bien por qué; es algo que me sale de dentro, algo inevitable y telúrico.

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