viernes, 5 de febrero de 2010

Proyecto Buran ( I )

I

Mi amigo Harold es un depravado. Hay más palabras que pueden servir para describirle: lúbrico, degenerado, vicioso, lujuriante. Pero creo que depravado es la más sonora, la que transmite la imagen más contundente. Para él, el sexo es una actividad fundamental, esencial, que emana de la propia existencia; y no me refiero al sexo habitual, el tradicional polvo con la novia, no. A Harold le seduce la innovación, la variedad: con mujeres, con hombres, dos, tres, una vez, otra: con la boca, con el puño. Mi amigo Harold es un depravado, es cierto. Pero eso es precisamente lo que me gusta de él (aunque algunas de sus preferencias me repugnen). Es una persona que se toma la vida como hay que tomarla, es decir, como quien se toma una cerveza: de un trago, con delectación, anticipando el momento de pedir otra más, camarero, otra cañita y menos mal que en este sitio las tiran de puta madre y encima te ponen tapa. Porque pocas cosas hay peores que una cerveza mal tirada, floja, sin espuma, amarga, o cosas como que en un bar no tengan la decencia de ponerte algo para picar. Aunque sea el rancio platillo de patatas fritas de bolsa revenidas, salidas de un saco prehistórico, paleolítico casi, saladas y grasientas.
Apretaba el calor madrileño la noche de agosto en la que Harold me confirmó, por enésima vez y con una de sus historias, que por sus venas corría sin ninguna duda la sangre del ilustre Marqués de Sade. No soplaba nada de aire: el parque, con sus mesas de madera de pino, se había convertido en un horno.

-No te vas a creer lo que me pasó el otro día.

-Sorpréndeme –dije, mientras trataba de encontrar un inexistente buen sabor en el calimocho que estábamos compartiendo. El calimocho, para ser de calidad, debe estar elaborado con buena cocacola, vino malísimo, y mucho hielo. Que el calimocho esté bien preparado, empero, no implica que sus propiedades organolépticas sean excelentes. En aquella época, el dinero y yo no nos llevábamos muy bien (algo que, con los años, tampoco ha cambiado mucho) así que el consumo de aquella bebida era un suceso tristemente habitual. Harold comenzó su relato, que se desarrollaba en el centro de Madrid y enmarcado en una noche etílica. No transcribiré sus palabras por respeto hacia la sensibilidad del lector y porque he procurado borrar de mi mente la mayoría de aquellos sórdidos detalles. Sólo diré que la historia contenía grandes dosis de alcohol, cocaína, sodomía y habilidades felatorias, un paraguas, una novia cornuda –la de Harold- y un carrito del Alcampo. Parte de la historia acontecía en dos conocidísimos locales de ambiente gay, aunque luego la acción se desplazaba hacia la zona de Argüelles. Siempre que Harold me cuenta una de sus aventuras, le hago la misma pregunta:

-¿Y qué crees que pensaría tu madre de todo esto?

En lugar de responder, él suele reírse con cinismo y una alegría malsana. La madre de Harold –Harold Rodríguez Dickinson, ése es su nombre completo- era estadounidense, concretamente de Tulsa, Oklahoma. Se llamaba Sarah; procedía de una familia baptista, conservadora y republicana de clase alta. La repudiaron cuando decidió largarse con el colombiano que se convertiría en el progenitor de mi amigo, un tipo pálido sin rastro de sangre indígena y de mirada dura. Recuerdo que cuando éramos pequeños el notas alardeaba abiertamente de haber matado a decenas de guerrilleros de las FARC; siempre he pensado que debía tener vínculos con los paramilitares y un pasado bastante oscuro.
En realidad era un borracho que tras dejar embarazada a Sarah emigró a España con la intención de encontrar un trabajo bien pagado, algo que nunca sucedió. Murió hará cosa de diez años, tengo entendido que de cáncer de próstata. Harold, por supuesto, no fue a su entierro, y su madre creo que tampoco. No sé si ella vive todavía. De aquella explosiva mezcla (póngame un kaláshnikov con una dosis fuerte de represión religiosa, por favor) lo único que podía salir era un degenerado. No sólo en el plano sexual era mi colega un transgresor; además salió comunista, el muy cabrón. Porque para nuestra generación, para los que crecimos en el mundo desmilitarizado y desideologizado de después de la guerra fría, lo verdaderamente off-topic era declararse comunista. Vamos, que no venía a cuento. Comunismo era sinónimo de arcaico y de fracasado. Te tachaban de antidemocrático, de pasado de vueltas, de dinosaurio, de vago autoritario. A nosotros nos daba igual; en aquellos años cultivábamos una cínica crítica de la sociedad capitalista, sin caer en los tópicos progres y facilones de oenegés, socialdemocracia y demás gilipolleces (y sin haber experimentado nada diferente, tampoco). Quizá estábamos pirados, quizá no. Yo, desde luego, lo sigo estando.
Parecía que se había terminado el momento Harold, así que decidí largarme. Encendí un cigarrillo y me fui; tenía que estudiar al día siguiente. Como en mi casa no había aire acondicionado, las noches de agosto se hacían interminables: el sudor, la borrachera, el zumbido del ventilador. Si algo ayudaba, era precisamente la borrachera. Era mucho mejor bajar a la calle a tomar algo y luego, ya bien mamado, subir a dormirla. Ventajas del verano solitario para un estudiante en la Villa de Madrid, supongo. Dormí fatal. A la mañana siguiente, me levanté con el mismo calor y con el mismo sudor en la almohada. Desayuné café solo y un sandwich de jamón y queso, dándole vueltas en la cabeza a la historia de Harold y pensé, bueno, pensé que era un material cojonudo para un relato. Por aquel entonces yo aún pensaba que quería ser escritor; qué coño, yo sabía que iba a ser escritor. Era cuando menos curioso, ya que nunca he sido capaz de escribir más allá de un par de frases seguidas, y para ser escritor lo que hace falta es, sencillamente, escribir. Por eso, con el tiempo he abandonado ese sueño absurdo y me he dado por vencido. Pero durante un breve momento de aquel desayuno, la idea brilló en mi cerebro como un castillo de fuegos artificiales, y seguí pensando en ello mientras caminaba hacia la biblioteca.
Un improductivo día de estudio, casi un paquete de Fortuna y dos cafés más tarde, me encontré de nuevo en casa, listo para bajar al parque a beber. Sigo odiando esa biblioteca con todas mis fuerzas.

3 comentarios:

  1. «Hay que estar siempre borracho. Todo consiste en eso: es la única cuestión. Para no sentir la carga horrible del Tiempo, que os rompe los hombros y os inclina hacia el suelo, tenéis que embriagaros sin tregua.
    Pero ¿de qué? De vino, de poesía o de virtud, de lo que queráis. Pero embriagaos.
    Y si alguna vez, en las gradas de un palacio, sobre la hierba verde de un foso, en la tristona soledad de vuestro cuarto, os despertáis, diminuida ya o disipada la embriaguez, preguntad al viento, a la ola, a la estrella, al ave, al reloj, a todo lo que huye, a todo lo que gime, a todo lo que rueda, a todo lo que canta, a todo lo que habla, preguntadle la hora que es; y el viento, la ola, la estrella, el ave, el reloj, os contestarán: ¡Es hora de emborracharse! Para no ser esclavos y mártires del Tiempo, embriagaos, embriagaos sin cesar. De vino, de poesía o de virtud; de lo que queráis.»

    Charles Baudelaire.

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  2. Gracias por la cita, anónimo. Nunca había leído eso, pero lo he pensado muchas veces :)

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