miércoles, 10 de marzo de 2010

La niebla de Oerlikon



Zurich es una ciudad que tiene un atributo principal: es gris. Es tan gris a veces, que me planteo si por sus calles pasean seres humanos o autómatas tan sólo. Lo que sí tengo claro es que por la urbe campa a sus anchas el dinero. Zurich es dinero. Aquí, el Dios omnipotente y ubicuo es el papel moneda: todo lo hace. Aquí se genera, se distribuye y se gasta. Zurich es el corazón y el cerebro del sistema monetario (sea lo que sea eso), lo que la convierte a la vez en causa y remedio de los males del mundo. Y también en un reflejo lejano y perfecto del alma del hombre.
Vivo en Zurich, en el barrio de Oerlikon. Ni siquiera en un apartamento: en un sótano más bien, debajo de la casa de mi némesis personal, la arrendadora. Se llama Gerda y es suiza; es extremadamente suiza. Gerda es a los suizos lo que Zurich es al dinero. Es alta, rubia, gorda, colorada, de mirada porcina. Es Suiza hecha mujer. Creo que me odia por mi condición de extranjero (algo también muy suizo). Pero me da igual.
Mi cuartucho, aunque pequeño, es acogedor. Tengo todo lo que alguien podría desear: baño propio, una cama, una cocina eléctrica, televisión, ordenador, nevera. Un ventanuco a media altura, que da a la calle, me permite ver el variado calzado de los transeúntes y sus tobillos, y también es práctico para enfriar la cerveza (aquí el clima es frío).
Tengo que confesar algo: me gustan las matemáticas. Las matemáticas están en todo: en la geometría fractal del brócoli, en el espesor de la fina capa de aceite que queda sobre la sopa cuando se enfría, en las estrellas y su energía, en el ritmo de las contracciones musculares que acompañan al orgasmo, en todo. Siento su delicado orden cuando paseo por el Lindenhof y en un puesto callejero pido Burek. Y también están presentes en las relaciones humanas, en el funcionamiento de las sociedades. Del mismo modo que es posible diseñar un motor cuando se conocen las ecuaciones adecuadas y las normas que reglamentan la interacción de diferentes elementos entre sí, se puede prever, reproducir y gestionar el comportamiento de las personas mediante modelos matemáticos. Y a eso es a lo que me dedico.
Marx tenía razón en una cosa: la sociedad se rige por una serie de pautas susceptibles de ser estudiadas científicamente. Pero se equivocó al pretender que ese estudio debía partir de la sociedad misma como categoría científica. Y creó la sociología. Yo afirmo que esas reglas no son propias: son las matemáticas de siempre.
Matemáticas como las que me permiten calcular la refracción de la luz sobre la piel de una mujer tumbada a mi lado, cuando esa luz es tenue, de las farolas, y se filtra a través de la niebla nocturna. La otra noche, por ejemplo, conocí a una mujer excepcional: era comparable a un teorema de inconmensurable belleza, y su voz era suave, lánguida, como el infinito en la teoría cuántica.
“Esta noche es tenebrosa”, me dijo. Le contesté que para mí no; que la niebla en algunas culturas antiguas era símbolo de paz. La niebla, cuando baja, obliga a la tregua, sobre todo en las zonas pantanosas donde un paso en falso puede ser mortal. “Es una idea muy bella”, me contestó, y entonces yo, alentado por el alcohol y un poquito de marihuana y por la física y la antropología, le dije: “Sí”, y le di un beso, un beso inseguro al principio pero tierno y apasionado luego, y ella se abandonó en la penumbra y después sobre la cama guió mis manos expertamente.
Entonces ya dejé de hablar y comprobé de nuevo como el sexo, la música y las matemáticas guardan una relación lógica profunda y perfecta; y ella se puso encima de mí, y cabalgó lentamente. Luego yo me puse sobre ella y la penetré con rapidez y con
furia mientras sus gemidos roncos producían un eco misterioso en mi interior, y por fin nos quedamos dormidos.
Por la mañana, desperté envuelto en la niebla de Oerlikon. Luego volví a la cama otra vez.

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