lunes, 22 de febrero de 2010

La muerte del alma

Es todo tan bello. Todo. Desde el autobús, incluso en la noche: Madrid, la ciudad primera, la mía, iluminada, con luces blancas o amarillas o azuladas. Tan intensas que dejan a la Luna en segundo plano. Casi ni se ve, la Luna. La tapan los edificios, a ratos; o la aureola ambarina de las farolas, depende. La contaminación quizás. Pero es bello, todo. Aunque las estrellas se nos hayan olvidado a los madrileños. Sabemos que están ahí pero nunca las vemos, y sólo el lucero del alba resplandece a veces, y parece una nave alienígena.
Estoy en la ciudad, en la noche, sentado en el búho camino a casa. Borracho. Lleno de cerveza vino y whisky y cocacola. Y me encuentro mejor así: es bueno. Me encuentro bien, a pesar de la violencia y de la muerte, porque
Hoy he visto de cerca a la muerte.
No hay que exagerar, no se asusten. No me refiero a la muerte física, sino a la muerte del alma. No existe una palabra, creo, para este tipo de muerte. Para la otra tenemos muchas: fallecer y fenecer, que son cultas y educadas; espicharla, palmar, muy expresivas. Palabras administrativas, como deceso o exitus... O legalistas: finar. Y así una sarta interminable de vocablos que definen o conceptúan o eufemizan lo único inevitable y desconocido de la vida.
La muerte física es una y única. La muerte del alma, en cambio, puede tener múltiples causas y consecuencias.

Causa habitual número uno: ver una mujer de excepcional belleza durante un momento breve y ajeno, en el Metro o en un bar. No llegar a conocerla siquiera y ya perderla de inmediato. El alma se nos quiebra y se sale del pecho. Por ejemplo, esta noche –noche llena de cerveza vino y whisky y cocacola- he visto a dos chicas, jóvenes, de no más de veinte años, preciosas, preciosas, comiéndose a besos. Interminables, húmedos besos. Diez minutos, veinte minutos, treinta minutos. Se sonreían y se murmuraban palabras bellas al oído, y volvían a besarse, con la boca abierta, cerrada, suspirando, jadeando casi. Vaya espectáculo. No he podido evitar fijarme en sus manos: las de una de ellas –morena, creo- se abrían y se cerraban, dudando; pasaban, en una caricia nerviosa, de la cara a las caderas. Atacaban luego una pierna –pierna llena, torneada y dulce-, pero se retiraban. Eran pura excitación y ternura, los dedos, la muñeca. Las otras manos, en cambio (no recuerdo el color de pelo de su dueña) actuaban expertamente. Con decisión. Con sabiduría. Esas manos casi me hacen enloquecer.
He contemplado sus evoluciones durante media hora o más. He sido voyeur declarado en un rincón del bar. He experimentado violentas asociaciones con el mar el salitre el sudor, y algo que me inundaba y me recordaba al sabor o la textura de un molusco gigante. He bebido y he hablado pero sin desviar mi atención de esas dos chicas. Y cuando se han levantado con sus dientes con sus labios y con sus mejillas enrojecidas y su fiebre, y se han marchado, es entonces
Cuando se muere el alma.

No hay comentarios:

Publicar un comentario