lunes, 25 de octubre de 2010

El progreso

El avión llega, os agarra por los pantalones y os escupe en Bagdad, Samarkanda, Beluchistán, Fez, Timbuctú, tan lejos como os lo permita vuestro dinero. Todos estos lugares antiguamente extraordinarios, son en nuestros días pequeños islotes flotando en el tempestuoso mar de la civilización. Sus nombres sugieren materias primas: caucho, estaño, pimienta, café, piedra de esmerilar, etc. Los indígenas son pobres desperdicios, explotados por el pulpo de la civilización cuyos tentáculos parten de Londres, París, Berlín, Tokio, Nueva York, Chicago, para extenderse hasta los confines helados de Islandia, hasta las extensiones salvajes de la Patagonia. Las pruebas de esto que se llama civilización se amontonan como estiércol en todos los lugares donde llegan sus largos tentáculos viscosos. Nadie se encuentra civilizado, nada se encuentra profundamente cambiado en el sentido verdadero de la palabra. La gente que antiguamente comía con los dedos, lo hace ahora con cuchillos y tenedores; algunos tienen luz eléctrica en sus chozas, en lugar de la lámpara de petróleo o la llama de la vela; otros tienen catálogos de Sears-Roebuck y la Santa Biblia en sus estantes, donde antes tenían la carabina o el mosquete; otros tienen relucientes revólveres, en vez de garrotes; los hay que emplean monedas en sus transacciones, en lugar de conchas marinas; otros llevan innecesarios sombreros de paja. Pero todos están inquietos, insatisfechos, envidiosos y su corazón sufre. Todos tienen el cáncer y la lepra en el alma. A los más ignorantes y a los más degenerados se les ordenará echarse al hombro un fusil, y luchar por una civilización que sólo les ha traído miseria y degradación. En una lengua que no pueden comprender, el altavoz aúlla los comunicados desastrosos de victoria y derrota. Es un mundo loco, que parece aún más loco que de costumbre cuando uno se siente despegado de él. El avión trae la muerte; la radio trae la muerte, la ametralladora, las latas de conserva, el tractor, las escuelas, las leyes, la electricidad, las instalaciones sanitarias, el fonógrafo, los cuchillos y tenedores, los libros e incluso nuestro aliento traen la muerte; nuestro idioma, nuestro pensamiento, nuestro amor, nuestra caridad, nuestra higiene, nuestra alegría... No importa que sean amigos o enemigos, como importa poco que les demos el nombre de japonés, turco, ruso, inglés, alemán o americano, por cualquier parte que vayamos, proyectemos nuestra sombra o respiremos, llevamos el veneno y la destrucción... ¡Hurra!, gritaba el griego. Yo también chillo: ¡Hurra! ¡Hurra por la civilización! ¡Hurra!¡No dejaremos a títere con cabeza, mataremos a todos, se encuentren donde se encuentren! ¡ Hurra por la muerte! ¡ Hurra! ¡ Hurra!


Henry Miller, El Coloso de Marusi

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