jueves, 17 de junio de 2010

Literatura ( III )

Mi epopeya con la pintura y mi estreno como vándalo urbano no sirvió de nada. Bueno, sí que cumplió su cometido; pero no como yo esperaba.

Qué torpe, qué ingenuo fui. Sí, durante algunas semanas estuve yendo a aquel mísero garito de Alonso Martínez, hasta que mis amigos se hartaron de mí. “No va a venir, Amador”, me decían. “Sí que está encoñado, el niño”, me decían. Incluso “vete a la mierda de una puta vez con tus historias de la puta pelirroja, Amador”. Todo eso me decían. Y yo erre que erre, empecinado, obsesionado, con una idea fija en la cabeza, por el día, por la noche, con Estefanía en el pensamiento, buscándola en la calle en el metro en los bares en todas partes. Cada vez que atisbaba una melena rojiza y rizada se me aceleraba el corazón y me faltaba el aire; notaba esa opresión en el pecho que anticipa algo bueno y malo a la vez. Me masturbaba furiosamente, con nocturnidad, recordando sus labios y sus dientes que me marcaron a fuego la cara y el alma. Recordaba su olor y su voz, sus palabras, su risa. Su “ya nos veremos”: una frase como veneno, como veneno, una frase que se me había metido en las entrañas y estaba fermentando, destilando, estaba destruyendo mi interior.

Las noches de curro en el restaurante (cuyo nombre no diré; no quiero privarte, querido lector, de paladear los manjares que allí elaboran) se me hacían más insoportables de lo normal. Cinco horas sirviendo esa bazofia mesa por mesa, con los clientes y sus gilipolleces, con el olor nauseabundo de la freidora industrial y del lavaplatos lleno de restos de comida pudriéndose y a la vez cocinándose al vapor. La mayonesa vieja, con costra casi, acumulada en lugares inverosímiles y apestando también. Alguna cucaracha amiga y en la sala, la gente comiendo aquella basura congelada-descongelada-frita-vuelta a congelar y vuelta a freír a carrillos llenos y como si estuviera buena. Noches interminables, en fin, que sólo tenían una cosa buena: terminar e ir al bar con las compañeras, aunque eran las tres de la mañana de un domingo o lunes o martes y beber algo, mucho, con las piernas molidas y los brazos hechos mierda de llevar las putas bandejas. Joder, yo siempre me he considerado un tipo fuerte. Pero a partir de la primera hora de llevar esas bandejas de madera con cuatro platos de loza grandes y los respectivos vasos y jarras (unos cinco kilos, calculo yo) se empezaba a notar un dolor sordo en el hombro que no remitía. Y a una bandeja le seguía otra, y otra, y otra. Cien, doscientas por noche. Llevar y traer, llevar y traer, y bajar las cosas a pulso con los dedos ya insensibles al calor. Los primeros días las quemaduras sorprenden. Luego, el pulpejo de los dedos endurecido y coriáceo, como una especialización profesional de alto nivel. Siempre me he preguntado cómo algunas de mis compañeras (sobre todo una marroquí bajita y preciosa, de no más de 45 kilos) podían aguantar ocho horas a ese ritmo. Siempre me lo he preguntado. Porque las bandejas eran iguales para todos.

Los días pasaban así, entre la locura enamorada y el hastío vital. Cuando ya me empezaba a hacer a la idea de no volver a ver a Estefanía, tomé una determinación. “Si la montaña no va a Mahoma, Mahoma va a la montaña”, me dije. Armándome de valor me planté en la biblioteca de la Facultad de Filología de la Complutense. Mi pintada heroica había sido convenientemente borrada. La mañana era de marzo y era fría, y la biblioteca estaba semidesierta. Caminé entre Hemingway y Faulkner y Capote, pero buscando a Kerouac en versión original o a Miller. Algo para matar el tiempo mientras me decidía por un puesto propicio para mi labor de vigilancia; un puesto desde el que realizar una exitosa emboscada. Y entonces

delante de mí

a un metro o menos y de cara

ella ella ella

con su piercing plateado y su sonrisa, y yo parado y sin saber qué hacer. ¡Bang!

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