lunes, 28 de junio de 2010
Los programas espaciales
cómo se sintió Yuri Gagarin
cuando por primera vez
(el primero, sí)
contempló la Tierra desde el espacio:
Azul Grande Redonda
Velada por las lágrimas
y con un nudo doloroso en la garganta
y júbilo alborozo enorme.
Y lo mejor de todo es
que para lograrlo
a mí me ha bastado con amar a una mujer.
Yo me río de los programas espaciales
miércoles, 23 de junio de 2010
Literatura ( IV )
Fue apoteósico.
lunes, 21 de junio de 2010
La palabra
Pero inexorable.
Al principio, hay que darle salida
poco a poco,
para que no se agote.
La poesía basta.
Poco a poco,
pero hay que darle salida:
si no, sólo queda
el silencio
o la locura.
Luego mana como un torrente,
la palabra.
No lo pongas diques.
Espoléala.
Usa el alcohol o el sexo
o lo que tengas más a mano.
Y no la dejes escapar:
aunque quisieras, no podrías
jueves, 17 de junio de 2010
Literatura ( III )
Mi epopeya con la pintura y mi estreno como vándalo urbano no sirvió de nada. Bueno, sí que cumplió su cometido; pero no como yo esperaba.
Qué torpe, qué ingenuo fui. Sí, durante algunas semanas estuve yendo a aquel mísero garito de Alonso Martínez, hasta que mis amigos se hartaron de mí. “No va a venir, Amador”, me decían. “Sí que está encoñado, el niño”, me decían. Incluso “vete a la mierda de una puta vez con tus historias de la puta pelirroja, Amador”. Todo eso me decían. Y yo erre que erre, empecinado, obsesionado, con una idea fija en la cabeza, por el día, por la noche, con Estefanía en el pensamiento, buscándola en la calle en el metro en los bares en todas partes. Cada vez que atisbaba una melena rojiza y rizada se me aceleraba el corazón y me faltaba el aire; notaba esa opresión en el pecho que anticipa algo bueno y malo a la vez. Me masturbaba furiosamente, con nocturnidad, recordando sus labios y sus dientes que me marcaron a fuego la cara y el alma. Recordaba su olor y su voz, sus palabras, su risa. Su “ya nos veremos”: una frase como veneno, como veneno, una frase que se me había metido en las entrañas y estaba fermentando, destilando, estaba destruyendo mi interior.
Las noches de curro en el restaurante (cuyo nombre no diré; no quiero privarte, querido lector, de paladear los manjares que allí elaboran) se me hacían más insoportables de lo normal. Cinco horas sirviendo esa bazofia mesa por mesa, con los clientes y sus gilipolleces, con el olor nauseabundo de la freidora industrial y del lavaplatos lleno de restos de comida pudriéndose y a la vez cocinándose al vapor. La mayonesa vieja, con costra casi, acumulada en lugares inverosímiles y apestando también. Alguna cucaracha amiga y en la sala, la gente comiendo aquella basura congelada-descongelada-frita-vuelta a congelar y vuelta a freír a carrillos llenos y como si estuviera buena. Noches interminables, en fin, que sólo tenían una cosa buena: terminar e ir al bar con las compañeras, aunque eran las tres de la mañana de un domingo o lunes o martes y beber algo, mucho, con las piernas molidas y los brazos hechos mierda de llevar las putas bandejas. Joder, yo siempre me he considerado un tipo fuerte. Pero a partir de la primera hora de llevar esas bandejas de madera con cuatro platos de loza grandes y los respectivos vasos y jarras (unos cinco kilos, calculo yo) se empezaba a notar un dolor sordo en el hombro que no remitía. Y a una bandeja le seguía otra, y otra, y otra. Cien, doscientas por noche. Llevar y traer, llevar y traer, y bajar las cosas a pulso con los dedos ya insensibles al calor. Los primeros días las quemaduras sorprenden. Luego, el pulpejo de los dedos endurecido y coriáceo, como una especialización profesional de alto nivel. Siempre me he preguntado cómo algunas de mis compañeras (sobre todo una marroquí bajita y preciosa, de no más de 45 kilos) podían aguantar ocho horas a ese ritmo. Siempre me lo he preguntado. Porque las bandejas eran iguales para todos.
Los días pasaban así, entre la locura enamorada y el hastío vital. Cuando ya me empezaba a hacer a la idea de no volver a ver a Estefanía, tomé una determinación. “Si la montaña no va a Mahoma, Mahoma va a la montaña”, me dije. Armándome de valor me planté en la biblioteca de la Facultad de Filología de la Complutense. Mi pintada heroica había sido convenientemente borrada. La mañana era de marzo y era fría, y la biblioteca estaba semidesierta. Caminé entre Hemingway y Faulkner y Capote, pero buscando a Kerouac en versión original o a Miller. Algo para matar el tiempo mientras me decidía por un puesto propicio para mi labor de vigilancia; un puesto desde el que realizar una exitosa emboscada. Y entonces
delante de mí
a un metro o menos y de cara
ella ella ella
con su piercing plateado y su sonrisa, y yo parado y sin saber qué hacer. ¡Bang!
miércoles, 9 de junio de 2010
Literatura ( II )
Una de esas noches fue El Principio. Sucedió, sin más. Recuerdo su pelo oh sí su pelo rojo como la pulpa de una granada y ensortijado, rebelde. Recuerdo el alcohol en mi aliento, y la valentía breve pero profunda que hizo nacer en mi interior. Recuerdo la penumbra neblinosa del bar, un bar de chupitos repugnantes como tantos otros que pueblan Alonso Martínez. Recuerdo que me acerqué a ella, y dije cualquier cosa, cualquier gilipollez, ni sé lo que dije, pero sí sé que ella me sonrió con una boca enorme de las de piercing en el labio de abajo, un piercing discreto y plateado. Estefanía se llamaba, Estefanía, un nombre que siempre me ha sonado a estrecha, a Iglesia, como a Epifanía o algo parecido. Pero ella no era así, no era así (y supongo que seguirá sin serlo). Ella no era estrecha, oh no, no. Hablamos y hablamos y su pelo una bandera una ola el fuego, no sabría decir el qué, pero de ese estilo. Me dijo que estudiaba filología en la Complutense y que le gustaba la literatura, y mientras tanto una copa, otra copa, otra más. Cuando alcancé el momento exacto (y por una vez en mi vida estuve totalmente seguro de que ése era el momento), me abalancé rápido sobre ella, busqué su boca con mi boca, olí su perfume dulce y el alcohol y los cigarrillos y entonces ella
ella giró la cabeza un poco, un poquito nada más y me mordió en la mejilla, con fuerza, con fuerza, me hizo daño de verdad. Me aparté bruscamente; ella reía.
-¿Pero qué coño haces? –grité. Me esperaba muchas cosas, pero no esa en concreto.
Estefanía por toda respuesta sonrió y su sonrisa decía muchas cosas y a la vez no decía nada, pero prometía con esa boca algo que ni aún hoy sé lo que era y yo, con la mano en la mejilla y con cara de gilipollas me quedé ahí plantado. Entonces ella se acercó.
- Me tengo que ir, pero ya nos veremos –me dijo al oído, alargando el veremos, haciendo que la palabra en mi cerebro tardara una hora entera en ser pronunciada, escuchada, procesada. Casi creí notar su lengua en mi oreja, breve, cálida.
Y se fue del bar, salió lentamente, tranquila. Me dejó escuchando la canción que sonaba cuando me abalancé sobre ella. Sé que era una de las potentes, sí, pero no consigo recordar cuál. Esto, sin embargo, fue sólo el principio de El Principio.
Ese mismo lunes, y con un hematoma de media luna dentada en la cara, fui a la Facultad de Filología de la Complutense con una idea bastante clara y un bote de pintura negra; directamente, sin pensar, me planté en la entrada principal y escribí en la pared: “¿Muerdes siempre a la gente nada más conocerla?”. Y lo taché. Debajo, con letra más pequeña, puse: “Te quiero follar”. Taché la palabra follar. Un poco más abajo, continué: “Misma hora, mismo sitio”. Esa frase la dejé tal cual. Me alejé de la pared para contemplar mi obra; las palabras tachadas se leían perfectamente. Varios estudiantes me miraban, indiferentes. Encendí un cigarrillo, aspiré con satisfacción pero con una leve sensación de vacío en el estómago y me fui. Ése fue El Principio.
domingo, 6 de junio de 2010
Literatura ( I )
-¿No querías literatura? –pregunté-. Pues toma literatura.
No contestó, pero me miró asombrada. Las hojas
el libro
el compendio desperdigado
cayeron sobre la mesa y varios folios revolotearon hasta el suelo. Había de todo: páginas a máquina, a ordenador, manuscritos, hojas de cuaderno, papel pautado, reciclado-blanqueado-con-cloro, qué se yo. Sólo lamenté, en aquel instante, que entre ese montón informe de escritos no hubiera nada mimeografiado, y es que nunca he poseído ni tenido acceso a un mimeógrafo, aunque siempre me ha encantado esa palabra y me hubiera gustado mucho tener uno. Si bien es cierto que no sé muy bien qué coño es un mimeógrafo; supongo que debe ser como una fotocopiadora manual o algo así. Yo, románticamente, relaciono el término con panfletos mimeografiados y repartidos clandestinamente a las puertas de alguna fábrica en algún momento del siglo pasado y con la leyenda “Trabajadores del mundo, ¡uníos!”
Vamos, que le lancé todos aquellos papeles y la poca gente del bar –casi vacío el bar; con una luz tenue y muerta azul-blanca-azul y como de ciénaga desecada el bar- se me quedó mirando, con expresión entre sorprendida y aturdida. Aturdida por el alcohol el aburrimiento la indiferencia, y sorprendida por la lluvia literaria y furiosa.
-Lo sé todo –le dije, con desprecio. Vi cómo se le nublaban los ojos, los ojos, esos ojos de mar y muerte y de pupilas inquietas, y me dí la vuelta con los dientes apretados y me marché. Nunca he vuelto a verla. Pero así es como termina esta historia; no cómo empieza.
EL PRINCIPIO
Hay noches, en Madrid, llenas de luces y de sombras. Noches llenas de alcohol también. Son noches que comienzan con un botellón, whisky barato con cocacola, y continúan en algún bar oscuro con minis de calimocho y siguen en la calle a las tres de la madrugada cuando el alimento único son las latas de cerveza que los chinos venden clandestinamente. Esas noches son mis noches.
Turbio, todo. Hasta el aire. Casi cuesta respirar. “Un pie adelante, luego el otro”, pienso. Me tambaleo. No está mal, así, la vida, cuando el mero hecho de ser capaz de caminar a las tres de la mañana es algo que me llena de alborozo. Un mini en vaso de cristal de un litro en el Barbarum. Tres minis de puro garrafón con cocacola en el Cherokee. Uno ya va entonado. Más que entonado. Uno va de puta madre. Un piti, para celebrar. Vaya, lo he encendido al revés. Otro. Este sí tira. “¿Salabiesa?”, pregunta un chino. No a mí; a nadie en concreto, supongo. Como somos cuatro, pillamos seis latas. Buena proporción. ¿Uno coma cinco? Algo así. Es todo uno, el abrir la lata con un chasquido y la espuma y beber y sin notar el sabor ni las burbujas y reír. Coma cinco. El sabor agrio de la malta o el lúpulo o lo que coño le echen a la Finkbräu permanece en el paladar, en la parte de atrás de la lengua, permanece, permanece. Es bueno.
Y luego caminando hasta Alonso Martínez se hace largo, el trayecto. Gritamos y cantamos y yo grito y canto más alto y más fuerte y peor que los demás. Después humo mujeres (caerse al suelo bajando la escalera, incluso) mareos y meadas en el baño lúgubre mirándote la picha fijamente como si ella fuera un objeto o una manguera entumecida y náuseas, y vomitar casi y subir otra vez al sinsentido festivo, crudo, para descubrirte más tarde y sin saber cómo en un autobús de vuelta a casa en el que la gente dormita tú dormitas y al bajar una vomitona y llegar a casa con el estómago hecho trizas donde uno duerme el sueño de los justos: sí. Esas noches son mis noches.