miércoles, 21 de abril de 2010

Lenin y los lápices

Leí el otro día
que Lenin
tenía la manía de mantener
siempre sus lápices perfectamente afilados
trinchantes puntiagudos como escalpelos
y Pulcramente
Ordenados en su escritorio.

Puede parecer banal
o incluso un comportamiento neurótico,
sí.

Pero con esos lápices
Lenin escribió la que fue
la Revolución más grande de todos los tiempos:
escribió los discursos,
los libros,
las órdenes,
los acuerdos los planes las reflexiones.

Y luego los desheredados
a golpe de hoz y de fusil
aquella vez y por un tiempo al menos
asaltaron los cielos,
sí.

Es evidente que sus lápices
estaban tremendamente afilados
y

Puede parecer pueril,
sí,
pero ahora yo
desde que sé esto
Mantengo mis lápices
bien afilados siempre.

martes, 13 de abril de 2010

De tigres y alamedas


Si yo pudiera visitar Chile
y allá en el sur
mirar al cielo, en la noche
y ver la luna chilena
o ver a una mujer
de carne lustrosa y morena,
si pudiera,
tomaría una roca
y la trituraría
para extraer lo más elemental
de Chile.

Si yo pudiera visitar Chile
y allá en el sur
mirar al cielo,
triturar la piedra,
y matar al tigre
y abrir las alamedas...

Si yo pudiera...

Tal vez entendería entonces
por qué el viento de la noche
gira en el cielo y canta

O tal vez no

jueves, 8 de abril de 2010

Mereció la pena (III)


Mara y yo cogidos de la mano. Mara y yo besándonos. Mara diciéndome al oído “Te quiero”. Mara sonriendo con su boca enorme. Mara tocándome, el brazo, la espalda, abajo, más abajo. Mara. Mara. Mara. Todo eso, sólo en mi cabeza mientras yo miraba la televisión y desayunaba copos de avena, leche, café, un huevo escalfado. Podría haber estado comiendo papel o cartón, habría dado lo mismo: mis mandíbulas como un resorte mecánico, el pensamiento evadido. Y todos lo días eran así, lo recuerdo. Mi cerebro trabajaba incansable, torturándome con situaciones deliciosas.

Esa mañana Thomas estaba esperándome en la puerta de casa, sentado en la cabina de la camioneta de su padre y fumando un cigarrillo. Aquello me extrañó mucho. Thomas no solía coger aquella camioneta, una Chevy Pick-Up de 1953 destartalada, con la pintura oxidada y un penetrante olor a cerveza y a vómito reseco que emanaba de los asientos y del suelo y lo impregnaba todo. Me hizo un gesto con la cabeza.

-¡Sube! –gritó-. Tengo algo para ti. Bueno -rió-, para nosotros...

-¿Qué?

-Ya sabes –dijo, clavándome una mirada inquisitoria-. Eso.

Tardé unos segundos en entender. Pero de repente ¡bang! recordé que Thomas me había dicho que conocía a un tipo, un tal Skeet, un negro destinado en Da-Nang que vivía ahora en la base aérea de Tinker, a sólo cinco kilómetros de nuestra bienamada y maloliente ciudad de Oklahoma. Al parecer el negro había perdido un ojo en la selva, cuando la metralla casi le vuela la cabeza. Estaba en Tinker recuperándose y bueno, sabía dónde conseguir buena mercancía. Vendía de todo, desde maría a heroína y hasta otras cosas si le convencías, y la marihuana estaba traída directamente desde Camboya vía Fuerza Aérea de los Estados Unidos. Sólo diez dólares la lata y olvídate de todo, sólo pon a Janis o a Hendrix o un poco de jazz o lo que sea y fuma y fuma, eso es lo que solía decir Skeet.

Thomas arrancó el coche. No fuimos al instituto. Cogimos la interestatal 66 y pusimos rumbo al campo de Johnston y tras los árboles y entre la chatarra fumamos aquella hierba traída de la guerra. El humo era azulado y espeso. Nunca una marihuana ha vuelto a sentarme tan bien tan fuerte tan completa como la que traía Skeet. Skeet murió en 1970 en una emboscada en Bihn Thuan; pero en la camioneta Thomas y yo fumábamos, y no conocíamos la muerte ni la guerra y en la radio sonaba Shaman´s Blues. Todo estaba bien. Thomas, Mara, la hierba y yo. El mundo entero es tu salvador, ¿se podría pedir más?

martes, 6 de abril de 2010

Mereció la pena (II)

Lo que me traía de cabeza, concretamente, era una chica de mi clase. Se llamaba Mara y era toda una belleza sureña, rubia, alta, de tetas grandes y estrecha cintura y con una sonrisa blanca, perfecta, gigante: una boca total. Era, además, virginal, en el más propio sentido de la palabra. Por las noches, me descubría a mi mismo viendo la tele sin ver y pensando en ella. Por las mañanas, clavado en mi pupitre, jugaba a imaginármela. Sin atreverme a mirarla, eso sí. Como mucho forzaba el rabillo del ojo intentando no mover la pupila hasta que notaba un dolor punzante en la sien. Y así se me iban las horas, las clases, sin aprender nada y con la mente en blanco pero rebosando una tensión agotadora y estéril. Durante el recreo y en la hora del almuerzo Mara estaba lejos, muy lejos, hablando con sus amigas y riéndose; y de vez en cuando incluso una de sus sonrisas enormes parecía dirigida a mí. Este hecho me colmaba de felicidad, una felicidad espesa y densa como una borrachera profunda que al poco se transformaba en tristeza, impotencia y autodestrucción. Así pasaban mis días.

En noviembre vino mi hermano a visitarnos. Todavía recuerdo a Ted con sus gafas gruesas de concha y su barba cerrada y negra, con sus palabras en contra de la guerra de Vietnam, sus portazos, sus papeles. Ted estudiaba periodismo en la universidad de Chicago desde hacía dos años; para mí era un héroe, para el cabrón de mi padre era “un jodido rojo de mierda”. Cuando llegó a casa le abracé. Besó a mi madre, miró con dureza a mi padre, y exclamó:

-Bueno, voy a ducharme. Terry –me dijo-, sube mis cosas arriba, anda.

Así que cogí su carpeta y su maleta y subí las escaleras con paso atropellado, dejé sus cosas encima de mi cama y entonces, entonces, uno de sus cuadernos captó mi atención. Había en él un curioso dibujo, un boceto apenas: un arcoíris de tres líneas atravesado por una flecha quebrada. Intenté no hacerlo –me dije que aquello estaba mal- pero alargué mi mano y abrí aquel cuaderno usado y una sencilla hoja mecanografiada cayó al suelo.

Nunca he podido olvidar ni una palabra de lo que había allí escrito, porque esas palabras más tarde se convirtieron en muchas otras cosas. Y esas palabras las escribió mi hermano en 1969. Esto era lo que decía el texto:

Cogeremos la guerra y se la haremos tragar. Le meteremos a esa panda de fascistas la guerra por la garganta. Y así les enseñaremos que nosotros, la gente, somos mucho mejores que ellos. Tanto táctica como estratégicamente. Contra la agresión fascista que el imperialismo estadounidense ha perpetrado en Vietnam, traeremos la guerra a casa. “Convertir la guerra imperialista en una guerra civil”, en palabras de Lenin. Y vamos a patearles el culo.

Al final del texto había una firma: The Weathermen. Los hombres del tiempo. Sentí un escalofrío y guardé aquella octavilla de nuevo en su sitio. Entonces oí claramente a Ted cantando desde la ducha con voz desafinada una canción de Bob Dylan. “No necesitas un hombre del tiempo –cantaba- para saber en qué dirección sopla el viento”. No sé qué fue exactamente lo que sentí en aquel momento, pero el estómago me daba vueltas de campana.