lunes, 22 de febrero de 2010

La muerte del alma

Es todo tan bello. Todo. Desde el autobús, incluso en la noche: Madrid, la ciudad primera, la mía, iluminada, con luces blancas o amarillas o azuladas. Tan intensas que dejan a la Luna en segundo plano. Casi ni se ve, la Luna. La tapan los edificios, a ratos; o la aureola ambarina de las farolas, depende. La contaminación quizás. Pero es bello, todo. Aunque las estrellas se nos hayan olvidado a los madrileños. Sabemos que están ahí pero nunca las vemos, y sólo el lucero del alba resplandece a veces, y parece una nave alienígena.
Estoy en la ciudad, en la noche, sentado en el búho camino a casa. Borracho. Lleno de cerveza vino y whisky y cocacola. Y me encuentro mejor así: es bueno. Me encuentro bien, a pesar de la violencia y de la muerte, porque
Hoy he visto de cerca a la muerte.
No hay que exagerar, no se asusten. No me refiero a la muerte física, sino a la muerte del alma. No existe una palabra, creo, para este tipo de muerte. Para la otra tenemos muchas: fallecer y fenecer, que son cultas y educadas; espicharla, palmar, muy expresivas. Palabras administrativas, como deceso o exitus... O legalistas: finar. Y así una sarta interminable de vocablos que definen o conceptúan o eufemizan lo único inevitable y desconocido de la vida.
La muerte física es una y única. La muerte del alma, en cambio, puede tener múltiples causas y consecuencias.

Causa habitual número uno: ver una mujer de excepcional belleza durante un momento breve y ajeno, en el Metro o en un bar. No llegar a conocerla siquiera y ya perderla de inmediato. El alma se nos quiebra y se sale del pecho. Por ejemplo, esta noche –noche llena de cerveza vino y whisky y cocacola- he visto a dos chicas, jóvenes, de no más de veinte años, preciosas, preciosas, comiéndose a besos. Interminables, húmedos besos. Diez minutos, veinte minutos, treinta minutos. Se sonreían y se murmuraban palabras bellas al oído, y volvían a besarse, con la boca abierta, cerrada, suspirando, jadeando casi. Vaya espectáculo. No he podido evitar fijarme en sus manos: las de una de ellas –morena, creo- se abrían y se cerraban, dudando; pasaban, en una caricia nerviosa, de la cara a las caderas. Atacaban luego una pierna –pierna llena, torneada y dulce-, pero se retiraban. Eran pura excitación y ternura, los dedos, la muñeca. Las otras manos, en cambio (no recuerdo el color de pelo de su dueña) actuaban expertamente. Con decisión. Con sabiduría. Esas manos casi me hacen enloquecer.
He contemplado sus evoluciones durante media hora o más. He sido voyeur declarado en un rincón del bar. He experimentado violentas asociaciones con el mar el salitre el sudor, y algo que me inundaba y me recordaba al sabor o la textura de un molusco gigante. He bebido y he hablado pero sin desviar mi atención de esas dos chicas. Y cuando se han levantado con sus dientes con sus labios y con sus mejillas enrojecidas y su fiebre, y se han marchado, es entonces
Cuando se muere el alma.

jueves, 18 de febrero de 2010

Allegros

Siempre dije que ella tenía
los ojos negros, los ojos negros.
Y no. Los tenía azules,
pero para mí negros;

Porque el mar es azul
__________________pero en la noche es negro;
El cielo es azul
__________________pero en la noche es negro;
Y sus ojos azules, sí,
__________________pero su pelo negro negro negro

Qué lentos
__________tus allegros

lunes, 15 de febrero de 2010

Sonríe

A un paso de la locura, falta el aire. Los pulmones se mineralizan, se vuelven pesados, como toscos fuelles de alguna metalurgia medieval. Cada inspiración duele, cada espiración alivia. Inspirar-espirar. Uno contiene el aliento con expectación, con el deseo único de que la próxima bocanada de aire entre fresca, pura, revitalizadora y directa a las entrañas, de la misma manera que se espera con ansiedad y miedo el puñetazo que se ve venir.
A un paso de la locura, ya casi nada importa; lo que significa que hay cosas que todavía importan.

Cantan las horas lentas como si el mundo fuera un enorme y demente reloj de cuco, y yo me digo que quiero morir. Parece que no termina de pasar, el tiempo. Es una sensación extraña, aunque poco a poco me voy acostumbrando y bueno, pienso que no se está tan mal, después de todo.
Café-tostada-cigarrillo-prisa-toser. Entra en el metro, hace calor: muere un poco. Quítate el abrigo y la sudadera, Dios, ojalá pudiera quedarme desnudo aquí y seguramente si lo hago no le importe a nadie.
Ahí los tienes, la gente, con sus caras soñolientas y estúpidas y yendo a sus míseros trabajos. SON ESTÚPIDOS, estoy seguro, porque veo sus rostros y me parece que me estoy viendo reflejado en un espejo.

Y lo peor de todo es esta sensación aniquiladora de tener un megáfono en la cabeza que te grita HAZ ESTO, HAZ LO OTRO, trabaja, estudia, come, no comas, bebe, no bebas, fuma, deja de fumar-empieza a fumar haz el amor ASÍ NO IDIOTA, así sí y todo eso.

Y sobre todo SONRÍE como un gilipollas.

sábado, 13 de febrero de 2010

Proyecto Buran (y IV)

IV


Noche, zona Tribunal. Me encuentro totalmente borracho en un antro repugnante y acogedor. Más Allá, creo que se llama. No hay música. Harold y Enrique están conmigo. Le digo a Harold que el camarero tiene una pinta rara. La verdad es que sí la tiene, me contesta. Siempre que vengo a este bar me fijo en él: parece un motero salido de un “Mom´s Diner” situado en cualquier autopista de Minnesota. Lleva un chaleco vaquero lleno de extraños símbolos, un pantalón de cuero, camiseta de Iron Maiden, unas patillas enormes que le tapan media cara, barba de tres o cuatro días. Fuma cigarrillos sin filtro. No sé qué edad tiene. ¿Treinta y cinco? No sabría decirlo. Inspira un curioso mal rollo, pero es un buen camarero: rápido con los vasos y apenas habla. Detrás de él hay un póster obsceno en el que aparece una mujer caracterizada de pantera negra, desnuda, salvaje y atrayente. Me quedo mirando el póster. Parece una fotografía auténtica, y no la típica imagen sacada de una revista. Te gusta, me pregunta. Su voz es ronca, pero la pronunciación impecable. Sí, le digo, alargando la i, con un tono ebrio que me sorprende. Pues es mi madre, me contesta. Harold resopla a mi lado. Joder, tío, le dice, si esa es tu madre, quiero conocerla. Es mi madre hace veinte años, gilipollas. Aún así, quiero conocerla, coño, insiste Harold. Empiezo a temer por nuestra integridad física. Cuando Harold se pone así, no hay quien le haga entrar en razón. El rostro del camarero (no sé cómo se llama, pero le pega llamarse Bill o quizás Landon) es indescifrable. Parece que va a decir algo, pero le gritan algo desde el otro lado de la barra. La voz que le llama, ca-ma-re-ro, parece legar atravesando una mancha negra de petróleo sobre la superficie del mar. Se alarga grave también como la sirena del petrolero. Entonces es cuando todo comienza a ser extraño: la mujer del póster, la madre del camarero, se solidifica, aumenta de tamaño, sale de su propia imagen y se materializa a mi lado. Harold no está. Enrique tampoco. La mujer-pantera me besa y me acaricia. Follamos encima de la barra. Está pegajosa a trozos, y brilla por el barniz y por el alcohol. Colillas en el suelo; ceniza en la barra.

miércoles, 10 de febrero de 2010

Proyecto Buran ( III )

III


Subí a casa pronto, por segundo día consecutivo. No había bebido apenas, estaba sobrio y mi mente conservaba su agudeza. Una sensación que odio, sobre todo antes de irme a dormir: es más difícil conciliar el sueño. Además, no me podía quitar de la cabeza la sensación de que algo terrible y ridículo había ocurrido con los transbordadores Buran aquéllos, algo que era a la vez metáfora y moraleja de todo lo acontecido en Rusia durante el siglo veinte. Algo que podía también expresar el trasfondo último de mi vida. La palabra que me acosaba era malgastar. Echar a perder, perder mismamente. Joder, me sentía ligeramente identificado con los tipos que diseñaron los cacharros esos; se les fue a la mierda el tema, todo se lo llevó el viento, un viento sutil, tramposo: sin dejar rastro, el azar derribó sus proyectos de una forma cruel. Sin anestesia. Por supuesto, a mí no me había sucedido nunca nada comparable. Aunque en lo de perder sin motivo aparente y con una dosis extra de dolor, siempre fui un competidor destacado: sobre todo, en lo tocante a mi relación con las mujeres.
Como he dicho, no había bebido apenas y mi mente conservaba su agudeza. Me dio por pensar y con la estupidez esa del Proyecto Buran lo único que me venían a la cabeza era imágenes de la primera novia que tuve, una chica encantadora, encantadora, con un corazón grande pero a trozos negro como el carbón, negro, capaz de lo mejor y de lo peor. Toda la relación –bastante breve, por cierto- destilaba locura o adolescencia y eso fue precisamente lo que hace que hoy la recuerde. Me iba a ir a dormir pero decidí masturbarme, esta paja ha sido patrocinada por Fulanita de Tal, caballeros, brindemos a la salud de las ex-novias. Me hice una paja perezosa, un poco desvaída (como el recuerdo). Intenté acordarme sus tetas, sí, esas tetas no muy grandes pero llenas-llenas y arriba, arriba de adolescente y preciosas, con unos pezones pequeños y rosados. Y ella encima de mi, despacio, arriba y abajo, alante y atrás, alante y atrás, con unos gemidos cortos, breves, como lamentos minúsculos y animales. Durante el tiempo que estuve con ella aprendí casi todo lo que sé acerca de las mujeres (que no es mucho). Aprendí a protegerme, a practicar el arte de la impavidez. Ella solía decirme muchas cosas, muchas cosas muy bonitas y sinceras en un idioma nuestro, nuestro glíglico propio, que me niego a transcribir aquí. Yo solía preguntarme si de verdad la quería, o si de verdad ella me quería a mí. Es curioso. Siempre pensé que no, que aquello no era amor, Amor, El Amor. Claro que ninguno de los dos sabíamos nada. Hoy en día me doy cuenta: sí que la amé; la amé con toda la fuerza que es capaz de manifestar un chaval de diecisiete años, es decir, con una fuerza tremenda, ciclópea, una fuerza que por desgracia ya no tengo. Una fuerza que es producto de los diecisiete pero también de la vez primera y es una fuerza que jamás, jamás, digo, se vuelve a tener. Y a veces incluso siento los ojos que se inundan de lágrimas y me muerdo las uñas y pienso al final con una sonrisa gris que, después de todo, fue muy hermoso; y aún hoy conservo en el recuerdo sus ojos de pupilas inquietas y su boca y sus imperfecciones y comportamientos de mujer que aún no sabe casi nada de la vida, pero sabe lo más importante. Porque sabe amar.
Así que la respuesta es que sí la quise.
Me doy cuenta ahora.
Al final, claro, ella me dejó. Ninguno de los dos supimos cuidar la relación. Primero no me importó –me engañé-. Pero cuando besé a otra chica, cuando penetré a otras chicas, en los días, en los meses siguientes, me di cuenta de que había perdido algo. Le dediqué un poema desgarrador, el único de todos los que escribí que realmente me hacía sentir extraño, el que me anudaba la garganta, versos de luna y de arena mar y nombres restallantes y su nombre: cinco letras es tu nombre, cinco balas, pero en femenino, claro.
Y ya nunca más pude volver a escribir poesía. Algo se rompió dentro de mí, algo que ya de por sí era débil y quebradizo. Al principio no quise creerlo. Intenté delante del folio obligarme, vamos, escribe, haz algo. Pero nada. Las frases, los versos, se alargaban en una prosa lisa, descabezada, estéticamente inútil. Sentí pánico, no podía
no podía
creerlo
Pero así fue, y ya veis, de vez en cuando algo sale, pero es pequeño, una sombra nada más. Y eso que mis poemas me encantaban, me encantaban, eran mi alimento, mi sustento, versos a la mujer, a la Mujer, a la mujer-mujer, a la mujer-niña y también versos políticos, duros, versos acerados e intransigentes como un cóctel molotov que con un crash y con un fluosh se estrella contra una sucursal bancaria (arda el banquero). Versos militantes y versos de amor o lujuria.
Pero ya sólo manaba prosa de mis manos. Nada nunca ha vuelto a ser igual. Me estremezco.
Después tuve una mala época. Leí a Miller a Bukowsky a Kerouac a Mailer, todos seguidos y me envenené, me envenené el alma y el cuerpo y bebí más y más cada día. Estaba iluminado, lo estaba. Uno tras otro ellos me hicieron identificarme con sus escritos, con sus vidas vividas o no, con sus obsesiones grandes y pequeñas que coincidían a veces con las mías. Quería ser escritor, quería serlo con todas mis fuerzas porque anhelaba ser como ellos. Pero aún más quería ser un perdedor, no, con mayúscula, un Perdedor –también como ellos-. Y no escribía nada, nada, ni una línea porque algo se me había roto: las manos, las uñas o las cutículas o qué sé yo. Salía con mis amigos y me emborrachaba al menos tres veces por semana, con una borrachera pesada, nacida del vino y de la cerveza y del whisky, todo barato y de mala calidad y en un parque en la noche, una borrachera surgida del aire fresco de la calle, tambaleante y alegre en apariencia...
Interrumpí el hilo de mis pensamientos. Curiosas reflexiones para el momento que sigue a una paja nostálgica. Me fui a dormir. No había cenado.

lunes, 8 de febrero de 2010

Proyecto Buran ( II )

II

La reunión era crepuscular cuando llegúe. El parque, el parque de debajo de mi casa, ni grande ni pequeño, con césped y árboles, lleno de familias de sudamericanos, en fin, un lugar muy agradable, comenzaba a sumirse en la penumbra, rodeado de edificios y de sombras. Mi gente estaba –cómo no- en una mesa, bebiendo el sempiterno calimocho de los jueves. Nada va a cambiar, nada puede cambiar, cuando se es joven y se está con los colegas del Barrio, con los colegas del colegio y del instituto y está anocheciendo, y se bebe y se fuma y se habla y nada importa mucho, porque es jueves y el jueves es el día sagrado que antecede al viernes. El caso es que estaban todos encorvados sobre los bricks abiertos y los minis y el charco de agua del hielo derretido sobre la madera. Enrique gritaba algo acerca de los transbordadores espaciales soviéticos; Harold y Ernesto no le hacían mucho caso.

-Hola –dije-, los rusos no tienen transbordadores espaciales, hombre. No los han tenido nunca. Utilizan los Soyuz, los desechables. El cali, por favor.

-Bien –contestó Enrique, irritado- ya tenemos aquí al listo de los cojones. Claro que tienen transbordadores... Bueno, no los tienen: los tenían –hizo una pausa para beber, y emitió un sonido como de desagüe, un gorgoteo-, es decir, los soviéticos diseñaron un modelo de transbordador superior al Columbia, más moderno y todo eso, vamos, que podía volar solo, sin tripulación, porque tenía un ordenador de a bordo cojonudo, pero claro, la primera misión estaba programada para el año noventa y tres y claro, ya sabéis lo que pasó...

-Bueno –le interrumpí- pero si sólo los diseñaron, pues me das la razón, joder. Además, yo no sé qué hostias te pasa; para ti, los rusos lo hacían todo mejor que los yanquis, todo mejor, las armas mejor, lo cohetes mejor, la investigación mejor. Y luego van y pierden la guerra fría y encima se van a tomar por culo, ¿no?

-A ver –se subió las gafas, exasperado- a ver, coño, que no escuchas, es que no escuchas, hostia. No sólo los diseñaron, los construyeron, y no uno ni dos, sino tres, tres jodidos transbordadores espaciales –a Enrique le encantaba emplear la palabra jodidos, como si estuviéramos en una jodida película americana, en Pulp Fiction-, tres. Y uno de ellos voló hasta la órbita baja, para que veas.

-Y entonces, ¿dónde coño están ahora? ¿Por qué no los tienen ya?

-Esa es la mejor parte de la historia, la mejor. Es apasionante. Uno de los transbordadores fue expuesto en San Petersburgo, digo Leningrado, eso, Leningrado, y con el lío que se organizó en el noventa y uno nadie se acordó de él y allí se quedó. Cuando se dieron cuenta llevaba allí meses y estaba lleno de pintadas y de meados y destrozado. Qué vergüenza, un aparato como ése...

-Lamentablemente típico de los rusos –contesté con una mueca-. ¿Y los otros dos?

-Pues es casi mejor, lo de los otros dos. Los dejaron en un hangar en Kazajistán o Baikonur o algo así, no estoy seguro, y hacia el año noventa y siete más o menos el hangar se derrumbó por falta de mantenimiento. Quedaron destrozados. Grande, ¿eh?

-Muy grande –sonreí.

Bebimos sin hablar. Comencé a darle vueltas a la historia aquella de los soviéticos. Me di cuenta de que era la clásica idea de la que sabes que no te vas a poder desprender, esa clase de pensamiento obsesivo que va y vuelve, va y vuelve como el mar y como el mar puede ahogarte si no tienes cuidado, y te ahoga y te devora porque le das vueltas y vueltas sin parar.

-¿Cómo se llamaba el proyecto ése de los rusos? –dije, con voz queda.
Enrique me miró, intrigado.

-Proyecto Buran –contestó, y no habló más. Di un largo trago de calimocho. El rumbo de la conversación cambió a temas más mundanos, y todos hablaban y reían. Yo permanecí silencioso. Harold mencionó algo acerca de irnos de putas –no hablaba en serio, creo- pero a nadie le pareció una buena idea.

-Tenéis –dijo, encendiendo un cigarrillo con la colilla del anterior-, tenéis muchos prejuicios burgueses...

-No empieces con esas gilipolleces, Harold. No estamos en mil novecientos veinte, joder –le cortó Ernesto.

A Ernesto a veces le jodía que Harold se tomara tan a la ligera todo, que todo se la sudara. Para Ernesto temas como “los prejuicios burgueses” eran asuntos serios; pasados de moda y caducos, sí, pero serios. No se jugaba con ellos. Con el sexo, tampoco. No le gustaba bromear acerca de temas sexuales porque era virgen. Nunca había echado un polvo, y no parecía que la situación fuera a cambiar inmediatamente. Ernesto era feo y gordo, pero no era eso lo que hacía que su éxito con las mujeres fuera nulo; eso, la mayor parte de las veces, no importa demasiado. Su problema era que no respetaba a las mujeres, no las quería, y ellas se daban cuenta. Las odiaba porque nunca le habían hecho caso y siempre le habían malinterpretado e incluso un par de arpías en su adolescencia le hicieron mucho daño; nunca se recuperó. Ahora hacía pagar a todo el género femenino por aquello. Pero el único perjudicado era él. A pesar del enorme respeto que yo sentía por Ernesto, en la vertiente sexual me inspiraba lástima, una lástima profunda y detestable, como la que se siente cuando ves a un yonki o a un indigente en la calle y sientes lástima, pero esa lástima no es pura: está mezclada a medias con repulsión y a medias con odio hacia el responsable de la situación, el responsable último, sea quien sea. Los comunistas dicen que es responsable el rico capitalista; los liberales, que el culpable es el yonki. Un socialdemócrata dirá que todo es culpa de los cárteles de la droga, y el anarquista aprovechará para lanzar una incendiaria proclama contra el Estado. Y todos hablarán mientras el tipo sigue ahí tirado. La verdad, yo siempre me incliné por odiar al rico capitalista, aunque no sé bien por qué; es algo que me sale de dentro, algo inevitable y telúrico.

viernes, 5 de febrero de 2010

Proyecto Buran ( I )

I

Mi amigo Harold es un depravado. Hay más palabras que pueden servir para describirle: lúbrico, degenerado, vicioso, lujuriante. Pero creo que depravado es la más sonora, la que transmite la imagen más contundente. Para él, el sexo es una actividad fundamental, esencial, que emana de la propia existencia; y no me refiero al sexo habitual, el tradicional polvo con la novia, no. A Harold le seduce la innovación, la variedad: con mujeres, con hombres, dos, tres, una vez, otra: con la boca, con el puño. Mi amigo Harold es un depravado, es cierto. Pero eso es precisamente lo que me gusta de él (aunque algunas de sus preferencias me repugnen). Es una persona que se toma la vida como hay que tomarla, es decir, como quien se toma una cerveza: de un trago, con delectación, anticipando el momento de pedir otra más, camarero, otra cañita y menos mal que en este sitio las tiran de puta madre y encima te ponen tapa. Porque pocas cosas hay peores que una cerveza mal tirada, floja, sin espuma, amarga, o cosas como que en un bar no tengan la decencia de ponerte algo para picar. Aunque sea el rancio platillo de patatas fritas de bolsa revenidas, salidas de un saco prehistórico, paleolítico casi, saladas y grasientas.
Apretaba el calor madrileño la noche de agosto en la que Harold me confirmó, por enésima vez y con una de sus historias, que por sus venas corría sin ninguna duda la sangre del ilustre Marqués de Sade. No soplaba nada de aire: el parque, con sus mesas de madera de pino, se había convertido en un horno.

-No te vas a creer lo que me pasó el otro día.

-Sorpréndeme –dije, mientras trataba de encontrar un inexistente buen sabor en el calimocho que estábamos compartiendo. El calimocho, para ser de calidad, debe estar elaborado con buena cocacola, vino malísimo, y mucho hielo. Que el calimocho esté bien preparado, empero, no implica que sus propiedades organolépticas sean excelentes. En aquella época, el dinero y yo no nos llevábamos muy bien (algo que, con los años, tampoco ha cambiado mucho) así que el consumo de aquella bebida era un suceso tristemente habitual. Harold comenzó su relato, que se desarrollaba en el centro de Madrid y enmarcado en una noche etílica. No transcribiré sus palabras por respeto hacia la sensibilidad del lector y porque he procurado borrar de mi mente la mayoría de aquellos sórdidos detalles. Sólo diré que la historia contenía grandes dosis de alcohol, cocaína, sodomía y habilidades felatorias, un paraguas, una novia cornuda –la de Harold- y un carrito del Alcampo. Parte de la historia acontecía en dos conocidísimos locales de ambiente gay, aunque luego la acción se desplazaba hacia la zona de Argüelles. Siempre que Harold me cuenta una de sus aventuras, le hago la misma pregunta:

-¿Y qué crees que pensaría tu madre de todo esto?

En lugar de responder, él suele reírse con cinismo y una alegría malsana. La madre de Harold –Harold Rodríguez Dickinson, ése es su nombre completo- era estadounidense, concretamente de Tulsa, Oklahoma. Se llamaba Sarah; procedía de una familia baptista, conservadora y republicana de clase alta. La repudiaron cuando decidió largarse con el colombiano que se convertiría en el progenitor de mi amigo, un tipo pálido sin rastro de sangre indígena y de mirada dura. Recuerdo que cuando éramos pequeños el notas alardeaba abiertamente de haber matado a decenas de guerrilleros de las FARC; siempre he pensado que debía tener vínculos con los paramilitares y un pasado bastante oscuro.
En realidad era un borracho que tras dejar embarazada a Sarah emigró a España con la intención de encontrar un trabajo bien pagado, algo que nunca sucedió. Murió hará cosa de diez años, tengo entendido que de cáncer de próstata. Harold, por supuesto, no fue a su entierro, y su madre creo que tampoco. No sé si ella vive todavía. De aquella explosiva mezcla (póngame un kaláshnikov con una dosis fuerte de represión religiosa, por favor) lo único que podía salir era un degenerado. No sólo en el plano sexual era mi colega un transgresor; además salió comunista, el muy cabrón. Porque para nuestra generación, para los que crecimos en el mundo desmilitarizado y desideologizado de después de la guerra fría, lo verdaderamente off-topic era declararse comunista. Vamos, que no venía a cuento. Comunismo era sinónimo de arcaico y de fracasado. Te tachaban de antidemocrático, de pasado de vueltas, de dinosaurio, de vago autoritario. A nosotros nos daba igual; en aquellos años cultivábamos una cínica crítica de la sociedad capitalista, sin caer en los tópicos progres y facilones de oenegés, socialdemocracia y demás gilipolleces (y sin haber experimentado nada diferente, tampoco). Quizá estábamos pirados, quizá no. Yo, desde luego, lo sigo estando.
Parecía que se había terminado el momento Harold, así que decidí largarme. Encendí un cigarrillo y me fui; tenía que estudiar al día siguiente. Como en mi casa no había aire acondicionado, las noches de agosto se hacían interminables: el sudor, la borrachera, el zumbido del ventilador. Si algo ayudaba, era precisamente la borrachera. Era mucho mejor bajar a la calle a tomar algo y luego, ya bien mamado, subir a dormirla. Ventajas del verano solitario para un estudiante en la Villa de Madrid, supongo. Dormí fatal. A la mañana siguiente, me levanté con el mismo calor y con el mismo sudor en la almohada. Desayuné café solo y un sandwich de jamón y queso, dándole vueltas en la cabeza a la historia de Harold y pensé, bueno, pensé que era un material cojonudo para un relato. Por aquel entonces yo aún pensaba que quería ser escritor; qué coño, yo sabía que iba a ser escritor. Era cuando menos curioso, ya que nunca he sido capaz de escribir más allá de un par de frases seguidas, y para ser escritor lo que hace falta es, sencillamente, escribir. Por eso, con el tiempo he abandonado ese sueño absurdo y me he dado por vencido. Pero durante un breve momento de aquel desayuno, la idea brilló en mi cerebro como un castillo de fuegos artificiales, y seguí pensando en ello mientras caminaba hacia la biblioteca.
Un improductivo día de estudio, casi un paquete de Fortuna y dos cafés más tarde, me encontré de nuevo en casa, listo para bajar al parque a beber. Sigo odiando esa biblioteca con todas mis fuerzas.